Junio fue el mes del orgullo. Desde Ombudsperson nos entusiasma compartir con ustedes la siguiente crónica del escritor César Mora Moreau, que conmemora la lucha y valentía de aquellas personas que han desafiado barreras y prejuicios para amar en libertad. Recordamos las disputas colectivas de este movimiento social, más allá de los nuevos rituales de consumo que enmarcan esta fecha. Celebramos el camino a una sociedad más inclusiva donde se garanticen los Derechos Humanos y el respeto por la diversidad.
Mendigos de la noche
El amanecer llegó sin que nos diéramos cuenta. Así ocurrían siempre las cosas. En algún momento el azul muy oscuro de la madrugada le dio paso a una mañana en la que ya no estábamos solos en el parque. Una mujer sudada con ropa de gimnasio corría acompañada por su perro y un anciano, apoyado en la banca más próxima a nosotros, hacía sus estiramientos matutinos. Desvié mis ojos de las gaviotas que sobrevolaban el río y me concentré en el rostro cansado de T. y en sus ojeras, las únicas pruebas de la existencia de la noche anterior.
A T. lo había conocido tres años atrás cuando ambos seguíamos en la universidad. Nunca intercambiamos más de dos palabras en persona. Solo algunos mensajes en redes sociales o un “Me gusta” ocasional en las publicaciones de Instagram del otro. Pero cuando le escribí diciéndole que iría a Nueva York, ciudad en la que sabía que estaba de vacaciones por las últimas fotos que había publicado, me sorprendió su interés en verme.
El viernes siguiente nos encontramos cerca de Chinatown. Al verlo saludándome con la mano desde el otro lado de la avenida, me sentí un poco nervioso. Los carros, buses y motocicletas nos mantenían separados mientras esperábamos el cambio de color del semáforo. Se veía más atractivo de lo que recordaba y se había empezado a dejar la barba.
—Qué bueno verte —fue lo primero que dijo luego de abrazarme.
—¿Cómo estás?
Caminamos por una calle en la que habían colgados varios farolillos rojos con caracteres dorados. Los locales anunciaban en chino e inglés los nombres de los restaurantes, las tiendas, las joyerías, y en la mayoría de las fachadas de los edificios de esa parte del barrio se veían las escaleras de incendios. Deambulábamos en dirección contraria a la de las personas que nos esquivaban para llegar a sus casas en plena hora pico. T. me habló de la maestría que estaba estudiando en Francia y lo mucho que lo había ayudado salir de ese país luego de los meses de encierro por la pandemia. Quiso saber cómo me sentía por la publicación de mi libro de cuentos a inicios de ese año.
Seguimos caminando. No me di cuenta en qué momento las palabras en italiano y las banderas tricolores habían reemplazado los caracteres chinos. A lo lejos podía divisarse el mítico rascacielos Empire State. No había ido, pero esa tarde tampoco sería. T. y yo habíamos planeado salir de fiesta hasta el amanecer y seguir de largo para visitar Coney Island a la mañana siguiente.
El sol aún no se ocultaba cuando llegamos a The Cock, un bar gay donde pedimos una cerveza para cada uno y seguimos discutiendo sobre la homofobia, el desprecio a la feminidad en otros hombres y los ideales de belleza construidos por todas las películas gringas con las que habíamos crecido. El bartender nos preguntó si teníamos nuestro certificado de vacunación contra COVID. T. y yo negamos con la cabeza.
—Pueden quedase un rato, pero para el evento de esta noche es obligatorio estar vacunado. O al menos tener una prueba negativa.
Apuramos las cervezas y seguimos nuestro camino. Esa noche teníamos planeado rumbear en Stonewall Inn, uno de los bares más emblemáticos por tratarse del lugar donde comenzaron los disturbios y las protestas de 1969, que le dieron paso al movimiento por los derechos civiles de la comunidad LGBTQ+ en Estados Unidos. El detonante de las manifestaciones había sido una redada policial la madrugada del 28 de junio en ese lugar que era frecuentado por personas marginalizadas como transexuales, drag queens, prostitutos, mendigos y personas negras. Sin embargo, la violencia policial despertó la furia acumulada de una comunidad que llevaba décadas soportando los atropellos.
Ya era de noche cuando llegamos al Monumento a la Liberación Gay, una escultura del artista George Segal ubicada en el Christopher Park, donde se blanquea la realidad de las protestas al presentar las estatuas, todas blancas, de dos hombres de pie y dos mujeres sentadas en una banca. La pasividad y los rasgos de las figuras contrastaban con los verdaderos protagonistas.
Stonewall Inn estaba al frente. Al parecer T. y yo no éramos los únicos que querían bailar en un monumento nacional un viernes por la noche. Nos costó varias disculpas, tropezones y pisadas atravesar el primer piso, subir las escaleras y cruzar el pasillo que comunicaba con una sala en la que una drag queen llamada Lyra Vega interpretaba una canción de Cher. Su peluca negra estaba recogida en un moño alto y su vestido plateado brillaba con las luces del bar. Sin dejar de cantar, se acercó a las personas que sostenían billetes que ella guardó en su escote. Sentados en la barra, vimos el espectáculo que duró poco más de una hora. Luego llegó el momento de bailar las canciones de Dua Lipa que estaban de moda ese verano, algunos clásicos de Britney Spears y Madonna, y uno que otro reggaetón de J. Balvin. A medida que pasaban las horas, el bar se fue llenando hasta que se volvió imposible bailar. Nos quedamos otro rato más hasta que no aguantamos el calor y la multitud.
Mientras decidíamos qué hacer, fuimos a una pizzería que estaba en esa calle. Ya no quería volver a Stonewall, pero en internet había encontrado el anuncio a una fiesta a la que podíamos ir. El bar estaba a diez minutos caminando.
Procuramos avanzar lo más rápido posible para llegar antes. Nos cruzamos con jóvenes que hacían filas para entrar a los clubes nocturnos, indigentes que nos dieron las buenas noches a cambio de un dólar y una rata gorda que salió de una bolsa de basura y corrió a un callejón en el que se perdió de vista.
—Creo que es aquí —dije. Nos detuvimos frente a un edificio de ladrillo marrón. El rumor de la música que estaba sonando adentro podía escucharse desde la fachada. Estaba a punto de tocar el timbre cuando un hombre rubio con el cabello largo, vestido solo con una tanga, nos abrió la puerta.
—Venimos para la fiesta — dijo T.
—Genial, ¿puedo ver sus certificados de vacunación?
Ambos nos quedamos en silencio.
Nuestra siguiente parada fue Ty's, un bar inaugurado en 1972 que había sido uno de los primeros bares dirigido exclusivamente a un público gay. Esa noche, la mayoría de los clientes eran ancianos, algunos lucían chaquetas de cuero negras y barbas blancas.
La idea de desvelarnos de fiesta no estaba saliendo de acuerdo con lo planeado. Podríamos volver a Stonewall, pero en internet confirmamos que cerraba a las tres de la mañana debido a las restricciones por la pandemia, como la mayoría de los lugares que estaban en esa zona.
—¿Por qué las caras largas? —nos preguntó una voz que se acomodó al lado de nosotros. Su melena ondulada, teñida de dorado, enmarcaba un rostro de rasgos fuertes, una nuez de Adán prominente y unos senos redondos que sobresalían de su vestido. Calculé que tendría unos cincuenta años.—¿De dónde son ustedes? —Arrastró una silla hasta nuestra mesa y les avisó a sus compañeros que se quedaría un rato con nosotros.
—De Colombia —dijo T.
—¿Ambos? —preguntó ahora en español con un acento boricua.
Asentí con la cabeza.
—¿Hace cuánto llegaron? —se abanicó el rostro con ambas manos—. ¿Puedo? —señaló la cerveza y le dio un sorbo sin esperar ninguna respuesta.
—¿Y desde hace cuánto están juntos? —La mujer que se llamaba Delilah, o Dalila para los que no sabían inglés, parecía cada vez más interesada en interrogarnos.
—Solo somos amigos —dije.
—No me quieran ver la cara de tonta. ¿De verdad? —se detuvo un momento para analizar nuestros rostros en busca de alguna mentira —¿Me estás diciendo que viajaste desde Colombia para reencontrarte con tu viejo compañero de la escuela y son solo amigos?
Traté de explicarle que no habíamos estudiado juntos ni había viajado por él, pero ella me detuvo con un gesto de su mano.
—Quiero que sepan que yo soy medio bruja y vine acá porque algo me dijo que necesitaban mi ayuda. Cuéntenme.
—A ver, adivina —dijo T.
Toda la escena me parecía absurda. Una mujer trans bruja que había aparecido de repente para solucionar nuestro problema, el giro romántico que le había dado a nuestra historia que nada tenía de romántica. Le conté de nuestro plan de salir de fiesta, pero el inconveniente que nos había generado el no habernos vacunado.
—¡No puede ser! —contuvo el aliento, pasmada, como si le hubiéramos contado que padecíamos una enfermedad terminal—. Baby, ven aquí —dijo llamando a uno de los hombres que estaba en la mesa más próxima. Su altura y cuerpo robusto que podría parecer intimidante contrastaba con una cara amistosa, casi infantil —debemos ayudarles.
Le explicó que T. y yo éramos dos viejos amigos de la infancia que se habían enamorado en Colombia y acababan de reencontrarse ese día. El hombre la escuchaba atento. Miré a T. para ver la reacción de su rostro frente a todo lo que estaba diciendo la mujer. Él sonreía con una expresión divertida. Delilah nos habló de un antro que nunca cerraba y en el que, estaba segura, no nos pedirían ningún certificado de vacunación.
—Creo que está en la calle veintiséis, entre la Sexta y la Séptima Avenida. Baby, busca en internet si está abierto —se levantó de la mesa en dirección a la barra mientras su amigo, obediente, nos mostraba en su celular la dirección exacta del lugar mencionado por Delilah.
—¿Quieres ir? —le pregunté a T. limpiando la marca de pintalabios del pico de la botella. Podríamos darnos por vencidos e irnos a dormir, pero ninguno tenía sueño. Delilah volvió a la mesa sosteniendo un cóctel rojo en el momento en que T. y yo nos poníamos de pie.
—Cariños, su hada madrina espera que disfruten mucho —Nos tomó a ambos de la mano y nos miró con unos ojos llenos de dramatismo—. Antes de que se vayan, ¿quién pagará? —preguntó levantando su copa y sonriéndonos.
Estábamos nuevamente en la calle. El encuentro con la medio bruja le había dado esperanzas a nuestra noche. Recordé todas las películas situadas en Nueva York en las que los protagonistas, locos de amor, caminaban por la Quinta Avenida. Pero ni T. ni yo estábamos enamorados. Ni esa era la avenida.
Quise abarcar la ciudad con mis pies. Abarcar los muros de piedra, los árboles en los parques, la hiedra en los muros, las personas que iban quedando atrapadas en el trazo de nuestro andar. Caminamos poco más de tres kilómetros riéndonos de Delilah. Pero al llegar a la dirección no vimos ningún cartel que nos dijera que estábamos en el sitio correcto. Parecía un edificio residencial, como todos los de esa cuadra. Esperamos en la puerta para llamar la atención de algún recepcionista hipotético que nos preguntara si habíamos venido para la fiesta.
—Parece que nos mintió —dijo T. demasiado cansado para sentirse molesto.
—No creo, yo digo que estamos en la dirección equivocada.
—Déjame verificar —sacó el celular. Unos segundos después lo guardó de vuelta en su bolsillo—. Está descargado.
—Y yo no tengo internet.
—¿Qué hacemos?
Eran las cuatro de la mañana.
La sensación de derrota nos golpeó con la misma fuerza que el olor a podrido que acompañaba al camión de basura que se parqueó a pocos metros de nosotros. Mis pasos se volvieron pesados. Ya no soportaba el dolor en los pies por el cansancio y las yagas en mis talones.
El resto de la caminata la hicimos en silencio. La decepción y el sueño no les daban espacio a las palabras. Pero la brisa del río sí nos hablaba, nos invitaba a acercarnos para contemplar sus aguas tranquilas, inmóviles, casi detenidas en el tiempo. T. y yo parecíamos las únicas personas despiertas en la ciudad que nunca dormía. Éramos algo así como mendigos de la noche que vagaban por las calles en busca de quién sabe qué cosa.
Cerca de nosotros se veían las sombras del bosque que crecía sobre las aguas, las columnas que se alzaban para sostener el parque Little Island que estaba cerrado a esa hora. Nos sentamos en una banca desde la que podía verse el río y se revelaban destellos de los edificios del otro lado, gigantes de piedra y vidrio, desesperados por alcanzar el cielo.
—Ya no iremos a Coney Island, ¿verdad? —le pregunté aguantándome las ganas de cerrar los ojos.
—Creo que no —dijo T. sin disimular un bostezo.
Estaba a punto de decir algún comentario sobre Delilah cuando T. se acercó a mi rostro y sus labios acallaron mis palabras. En ese momento me pregunté si las brujas eran reales, como las gaviotas que nos observaban o el amanecer que no estábamos viendo.
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