En su ensayo Flexible Girls, María Puig de la Bellacasa se pregunta: “¿Qué tipo de ‘mutilaciones’ son necesarias para sobrevivir en la academia?” Con ello, la autora se refiere a las dificultades de trabajar en una institución organizada cada vez más a partir de un ethos empresarial, donde la precarización se ha vuelto la regla, sobre todo para las mujeres. En este texto quiero hablar de algunas de esas mutilaciones. Lo escribo en la noche del día de la madre, mientras mis hijes duermen y se recuperan de la segunda ronda de enfermedades respiratorias en lo que va del mes. Mañana es el día del profesor (sic). Escribo desde los privilegios de ser una profesora asociada, con la esperanza de que pongamos sobre la mesa las desigualdades que existen entre quienes hacemos parte de la comunidad universitaria. Por supuesto, es urgente que hablemos de quienes trabajan con las condiciones más difíciles, incluyendo estudiantes doctorales, asistentes administratives y proveedores de servicios entre otres; pero hoy escribo desde mi propia experiencia.
Ser mamá y ser profesora no es una buena combinación. No que ser mamá vaya bien con la gran mayoría de ocupaciones porque el problema no es la maternidad. Gran parte del problema es la desproporcionada carga de cuidado que seguimos llevando las mujeres a cuestas. La otra parte son las implicaciones de sobrevivir dentro de una institución patriarcal, donde la tensión entre la acumulación de capital y el sostenimiento de la vida se hace evidente en el día a día. Las últimas dos décadas y media han estado marcadas por la neoliberalización de la educación. Las transformaciones dramáticas que vivió la universidad como institución en general y la Universidad de los Andes en particular han tenido efectos significativos en la vida de todas las personas que hacemos parte de la academia. Como en otras universidades alrededor del mundo, la presión por la productividad ha aumentado, con costos altísimos en términos del bienestar y la salud tanto física como mental de les estudiantes y les trabajadores.
En su artículo Vagabond Capitalism, Cindi Katz se refiere a estas transformaciones dentro y fuera de la academia en términos del asalto rampante a la reproducción social que se evidencia, por ejemplo, en los salarios más bajos, las jornadas más largas y la reducción de las infraestructuras públicas para la salud, la educación y la vivienda. Este ataque deliberado a aquello que sostiene la vida se hace evidente en una profunda crisis de los cuidados, como señala Amaia Pérez Orozco en su trabajo. Y en esta crisis, no todas las personas llevamos por igual. En Colombia, según el DANE, en 2020-2021 las mujeres dedicaron 7 horas 44 minutos diarias a actividades de trabajo no remunerado, mientras que los hombres dedicaron 3 horas 6 minutos en promedio. Y no se nos puede olvidar que Colombia es un país de madres solteras. Según datos del 2016 del estudio longitudinal hecho por la Universidad, el 84% de les niñes son nacides de madres solteras, quienes corresponden a 6 de cada 10 mujeres en el país.
Queremos pensar que las cosas han cambiado en el mundo académico y que la época de una universidad hecha a la medida de los hombres cis hetero, blancos y clase media o alta quedó atrás; que con mujeres en cargos importantes en la Universidad, las cosas serían diferentes. Pero no es así. Hace 15 años, a una amiga que estaba embarazada los miembros de su comité doctoral le dijeron que tener hijes era “un suicidio académico”. Lo peor es que no estaban muy equivocados. Tener hijes sigue siendo la principal traba en la carrera académica de las mujeres.
Un estudio del 2016 titulado Academia’s ‘Baby Penalty’ demostró que existe un sesgo en contra de las mamás en la academia estadounidense, ya que tienen menos probabilidades de ascender de profesoras asistentes a asociadas que las mujeres sin hijes. Las autoras encuentran que la brecha salarial de género en las universidades es mayor para mujeres con hijes que para aquellas que no les tienen. Por el contrario, como demuestran este y otros estudios, les hijes son una ventaja para la carrera profesional de los hombres. Así mismo, en nuestro longitudinal titulado Lives in the Making, Roberta Hawkins, Maya Manzi y yo hemos analizado cómo la experiencia en la academia está profundamente atravesada por el género (2015 y 2018). En un artículo próximo a ser publicado, hallamos que la maternidad en particular frena el ascenso en la carrera profesional de las académicas y resulta determinante en las dificultades que encuentran para poder alcanzar algún tipo de balance entre su vida laboral y su bienestar.
Las desventajas de ser mujer en la academia también se reflejan en los ingresos. En Colombia, según el DANE, para el 2019 la brecha salarial entre hombres y mujeres con posgrado era del 23%. Sabemos que estas cifras pueden haber aumentado tras la pandemia por Covid-19. Si bien existen estudios sobre la brecha salarial de género en distintas universidades colombianas, incluyendo la Universidad de los Andes, esta información no está disponible. Además, dentro de las universidades, somos las mujeres quienes seguimos haciéndonos cargo de las labores de cuidado. Si miramos alrededor, las mujeres somos mayoritariamente quienes servimos cafés, organizamos eventos, nos encargamos de trámites burocráticos, proveemos acompañamiento a les estudiantes, y asesoramos a otras estudiantes mujeres, mamás solteras, personas LGBTQ* o personas en condición de discapacidad. Además de esto, las mujeres somos quienes en buena medida nos hacemos cargo de acompañar, denunciar, tramitar y sancionar los casos de maltrato, acoso y violencia sexual, entre otras conductas MAAD que se presentan en el día a día de la Universidad. Muchas asumimos estas responsabilidades adicionales en el trabajo, teniendo ya la sobrecarga del cuidado en nuestras casas.
Hace un par de años, una amiga con su bebé, profesora de la Universidad, me contaba cómo el decano de su facultad le había hecho saber que “no estaba a gusto con que estuviera embarazada”, por lo que se vio obligada a “adelantar trabajo” durante los meses antes de su parto para compensar por el tiempo que tomaría su licencia de maternidad. Es escandaloso (y difícilmente justificable en términos legales), pero no sorprendente. Las mujeres y en particular las mamás y más aún las mamás solteras somos trabajadoras que, debido a las vulnerabilidades estructurales, somos más explotables y estamos menos dispuestas a denunciar. El hecho de tener menores a cargo se traduce en la enorme dificultad de muchas mamás de “simplemente decir que no”, como me sugirió una colega cuando le pedí ayuda, diciendo que era mi responsabilidad si “no sabía poner límites”. Lo que tal vez no pueda ver ella es que muchas mamás en la academia aguantamos injusticias de todo tipo y formas institucionalizadas de violencia por el simple hecho de que otras vidas dependen de nuestro salario.
A otra amiga, que estaba lidiando con la salud de su hija de seis años, su supervisora le sugirió más bien “contratar a un chófer y una niñera” para no tener que “traer al trabajo sus problemas personales”. Esa misma supervisora le reclamaba por no “ponerse la camiseta” ni “demostrar suficiente compromiso” con la unidad académica. De estas prácticas cotidianas está hecho el sesgo en contra de las mamás en la academia (y fuera de ella). A pesar de que trabajamos más horas, se nos sigue viendo como un problema y como trabajadoras menos confiables. Y cuando no podemos o no queremos asistir a los eventos sociales organizados en la noche o los fines de semana porque tenemos responsabilidades de cuidado, nos acusan de tener un problema de “colegaje”.
Algunas de las ventajas de la flexibilidad en los horarios laborales y de la posibilidad de hacer trabajo remoto se esfumaron con el decretado fin de la pandemia por Covid-19. A pesar de sus comprobados efectos en la salud a largo plazo y de las cargas extra de cuidado que estos todavía representan, la gran mayoría de empresas y universidades han insistido en el regreso a la presencialidad. Es claro que esto tiene que ver más con la reivindicación del espacio masculino de la oficina, en contraposición con el espacio de la casa, que con la productividad o con el bienestar de les estudiantes y les trabajadores (ni hablar del medio ambiente). Esto también se evidencia en que el fin de la pandemia dictó también el fin de la política de ajustes razonables, pero no el regreso de los subsidios para el jardín infantil que se recortaron tras la emergencia sanitaria. Apenas estamos empezando a entender las consecuencias de estas medidas, pero un buen indicador es el delicado tema de salud mental en las instituciones de educación superior. Este es un punto que sigue siendo urgente, tanto que llevó al Ministerio de Educación y el Ministerio de Salud y Protección Social al diseño de herramientas de atención integral cuya implementación no da espera.
Sobrevivir a la universidad como institución y a la Universidad de los Andes siendo mamá se hace en muchos casos con altísimos costos profesionales y personales. Muchas de mis colegas en la Universidad compartimos problemas de salud física y mental, incluyendo el agotamiento (burnout) físico y emocional. Dolores musculares, migrañas, fibromialgia, trastornos del sueño, déficit de atención, pérdida de la memoria, disminución considerable de la capacidad cognitiva, ansiedad y depresión son solo algunos de los efectos de trabajar en un entorno donde no hay cabida para el cuidado. La política transversal de género que está planteada en el Sueño 2 del Plan de Desarrollo Institucional necesita concretarse cuanto antes. Es necesario garantizar condiciones dignas y equitativas de trabajo y de estudio para quienes son principales cuidadoras y cuidadores. Sin duda podemos hacer un mejor trabajo.
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